Ocho semanas

- Ocho semanas- fueron las únicas dos palabras que saltaron de la pantalla de mi celular al leer el correo electrónico que mandó la escuela esta mañana. Ocho semanas es el tiempo exacto que el colegio nos da como última oportunidad para finiquitar cualquier pendiente escolar, ya que son ocho semanas el tiempo que falta para que mi hija complete otro gran logro en su vida, graduarse de preparatoria.

Pareciera también que son tan solo ocho semanas las que han transcurrido desde que yo me gradué. Un momento plasmado en mi memoria en donde en un día soleado en la Ciudad de México recibí mi diploma a lado de noventa compañeros disfrazados de toga y birrete negro. Un documento que daba por terminado de manera oficial una etapa en nuestras vidas. Al aventar con todas nuestras fuerzas el birrete al aire, nos despedíamos de una vida de niños y lo recibíamos de nuevo en nuestras manos ya como adultos del mundo, según nosotros.

Todo recuerdo trae consigo una canción y la banda sonora que nos acompañaba en ese momento triunfal era no solo una canción, sino dos. Dos canciones totalmente distintas pero que coincidían en un mismo tema, no querer soltar. La primera eran voces de niños en español que hablaban de no querer llorar, no querer decir adiós, no querer crecer más y la segunda mostraba en su letra unas ganas enormes de congelar el tiempo y quedarnos así, en inglés, Forever Young.

Ocho semanas parecen también el tiempo que ha transcurrido desde que recibí un diciembre inusualmente frío y nevado del 2004 a una bebé en mis brazos que nos llenaría de ilusión. ¿Cómo es que ahora son esas mismas ocho semanas las que faltan para que termine la preparatoria? El paso del tiempo es engañoso. Pasa, pero no pasa, y de pronto pasa demasiado rápido y a veces, por instantes, para de nuevo. En el fondo de mi corazón quiero que estas ocho semanas pasen lento, muy lento como diría Julieta Venegas, pero sin que se detengan del todo, simplemente que bajen su velocidad, pero no su intensidad.

Hoy vivo estas ocho semanas desde un lugar bicultural nuevo e incierto. Llego a ese momento que inevitablemente sabíamos que llegaría cuando decidimos llamar a Estados Unidos nuestra casa. En esta vida en un país ajeno al mío, han existido diferencias culturales que me han cimbrado el alma, pero que los hijos se vayan de casa a estudiar la universidad a otra ciudad, es sin duda la más fuerte de todas.

Con este inevitable distanciamiento físico, lo más importante para mí será mantener el vínculo que tengo con ella. Un vínculo que nació ese diciembre. Un vínculo que ha crecido y se ha transformado muchas veces. Un vínculo que se fortalece cada vez que comparto con ella mis historias.

Cuando mi hija estaba en el kínder y llegaba a contarme de algún conflicto de amigas, le encantaba oír la historia de mi famosa amiga Marina con la que después de jalones de pelo durante varios recreos, resultó ser mi mejor amiga por años. Ya en la primaria, a mi hija también le encantaba escuchar las historias de mi querida vecina Claudia. Esa infancia en donde cada tarde esperaba con ansias ese grito de jardín a jardín para vernos, no solo para perfeccionar nuestra rutina de Nadia Comaneci en los columpios de su casa, sino también para conspirar por horas cómo montaríamos nuestro primer negocio de limonadas en esa esquina de Monte Líbano. Cuando mi hija un día dejándola en el salón del kínder me pidió que ya no le diera un beso en frente de todos, le conté cuando yo un día le solté la mano a mi papá al entrar a la escuela en frente de mis amigos. Cuando la veía nerviosa antes de ir a algún baile, le contaba cuando se me rompió el vestido justo al salir del coche de mi galán al llegar al salón de fiestas y nuestras carcajadas nos relajaban. Hoy que me cuenta lo mucho que va a extrañar a sus amigas de prepa, le comparto que siempre van a ocupar un lugar muy especial en su corazón.

Sin embargo, siento que en ocho semanas me quedo sin historias. Sus historias universitarias serán completamente diferentes a las mías. Quiero pensar que esas diferencias harán las conversaciones aún más ricas y que nos divertiremos encontrando sus intersecciones. Sin embargo, es extraño pensar que, a pesar de haber vivido infancias distintas, es la primera vez que entrará a una etapa escolar tan ajena a la que yo viví. Seguramente vendrán aún más experiencias diferentes, formas de vivir distintas, sin embargo, esta es la primera evidente y trae consigo una sensación extraña.

En ocho semanas mi hija recibirá ese mismo diploma y de manera oficial habrá escrito la última oración del capítulo titulado High School en el libro de su vida. Ahora le tocará a ella aventar muy fuerte ese birrete al aire, pero sin despedirse nunca de esa niña que recibe la vida con una capacidad de asombro y un corazón noble maravilloso. Espero que sus canciones de fin de cursos tengan también un toque de melancolía, porque así es la vida, hay que sentirla y atravesarla. Sin embargo, espero que esa nostalgia no se estanque ahí y reciba esta nueva etapa llena de canciones alucinantes, de esas que te dan ganas de cantar a todo pulmón.

Al abrir ese correo electrónico y leer -ocho semanas- pensé que yo también tendría pendientes a finiquitar, temas que resolver, pero no, no los tengo. Simplemente quiero llenar estas ocho semanas de abrazos, besos, pláticas y miles de historias más, todas juntas en una maraña de recuerdos y experiencias nuevas.