Oda a mis papilas gustativas

Nunca pensé que vivir sin que mis papilas funcionaran sería un evento realmente trágico. Hoy me doy cuenta de que mi vida completa gira alrededor de esos insignificantes receptores a los que nunca había ni volteado a ver y que hoy, extraño con locura.

El día que me di cuenta de tan terrible falla técnica era una mañana como cualquier otra. Mi prueba de Covid había salido positiva y caminaba hacia la cocina dedicándole como siempre varios minutos a la meticulosa selección de ingredientes que consistirían mi primer alimento del día, mi favorito.

¿Dulce o salado?, pensé. Me preparé un omelette a la mexicana con toda la dedicación que eso conlleva. Empecé a picar cebolla, jitomate y unas rebanadas de chile verde lo más chiquito posible. Los ingredientes empezaron a dorarse en el aceite hasta que le vertí encima dos huevos perfectamente batidos con un chorrito de leche para que esponjara bien.

Sin dejar que el huevo se cociera demasiado, empecé a empujar las orillas hacia al centro y le di una sola vuelta, como bien recomienda Julia Child, después de sazonarlo con sal y pimienta. Para terminar, le espolvoreé un poco de cilantro picado con la muñeca bien torcida hacia abajo, jugándole a la chef.

Me senté a la mesa y presioné con fuerza el filtro de mi cafetera francesa que tanto disfruto cuando tengo el tiempo de hacerlo. Dejé enfriar un poco el huevo antes de darle ese primer bocado, cuando me acordé de que había dejado en el tostador una deliciosa rebanada de pan integral con semillas.

Por fin, metí el primer tenedor de huevo a mi boca, seguido de un pedazo de pan, cuando la realidad me lampareó de golpe como unos faros de luz a un venado cruzando la carretera.

¿Qué demonios estaba pasando? Nada. No sabía a nada. Todavía pensé que a lo mejor le faltaría sal. Empecé a girar en direcciones opuestas el salero viendo como caían esos cristales preciosos del mar encima del cilantro. Volví a intentar y nada. El huevo sabía a lo mismo que el jitomate, que al chile, que a la cebolla y que al pan. A absolutamente nada, rien, niente, nothing.

Había oficialmente perdido el sentido del gusto.

Sentí no solo un vacío, sino un vacío insípido.

A la mañana siguiente, me desperté desganada pensando, ¿Cuál era el punto en escoger los ingredientes si para mi paladar todos serían idénticos? Preguntas como ¿dulce o salado? se volvieron absurdas y me ocasionaron una carcajada abrupta acompañada de una profunda frustración.

Prepararme un delicioso omelette a la Julia Child acompañado de un café prensado, se volvió totalmente irrelevante.

La comida inmediatamente tomó un giro existencial drástico y así como así, la teoría de la forma y materia de Aristóteles se me reveló más clara que nunca. La materia no es nada sin su forma.

En el mundo del arte he escuchado varias veces que cada obra provoca una emoción distinta en quien la observa. Ya sea admiración, rechazo o indiferencia, esa emoción se desarrolla gracias a la capacidad de transformar la materia en forma. O sea, un simple lienzo con brochazos de pintura tiene el potencial de proyectar y provocar algo en cada uno de nosotros.

Los grandes debates filosóficos en cuanto a la famosa obra de Van Gogh, “Los Zapatos” en donde autores como Heidegger llegan a la conclusión que no son solo unos zapatos, sino que muestran el desgaste y cansancio de la vida de los campesinos de la época, son el ejemplo perfecto. Heidegger muestra un razonamiento Aristotélico en donde le da forma a la materia.

Imaginemos a Heidegger tratando de entrar al debate sin poder ver la obra. Sin el sentido de la vista su opinión sería irrelevante.

Así me siento en estos días que trato de entrarle al debate filosófico de los sabores, ahora sin el sentido del gusto.

La forma detrás de la comida es realmente asombrosa. Así como el arte causa una emoción, un platillo tiene el mismo poder. Es capaz de transformar a través de sus sabores el estado de ánimo de toda una mesa de comensales, de suavizar una conversación álgida, incitar debates, regresar de la muerte a seres queridos a través de los recuerdos o hasta compartir historias esculpidas alrededor de un solo ingrediente.

Cada una de estas razones por las que sentarte a la mesa y compartir alimentos con alguien se vuelve tan especial e inigualable, se me esfumaron en un instante con la pérdida del gusto. Me sacaron de una conversación de la que siempre me ha gustado ser parte.

Este verano mi familia y yo hicimos un viaje increíble en donde conocimos muchos países nuevos. El paseo tuvo de todo, pero una de mis experiencias favoritas fue haber ido a un restaurante en París en donde el ingrediente estrella era el queso.

La diversión del lugar fue pedir una tabla de quesos en donde había que comerlos en un orden específico, del más ligero al más fuerte. Resultó muy entretenido ver las diferentes reacciones de todos durante el recorrido de la tabla. El ir probando cada queso al mismo tiempo nos permitió compartir sensaciones, historias, debates, descubrimientos y emociones, muchas emociones. Unos llegaron hasta el queso número tres y otros hasta el seis, pero lo interesante fue el compartir al unísono una aventura que sucedía tan solo en el paladar.

Hoy, no me puedo imaginar ese mismo viaje sin el sentido del gusto. Viajar sin poder probar el país me parece absurdo. Sería una travesía insípida al no poder conocer la cultura o forma de pensar a través de sus sabores.

Mientras escribo esto, sé que están reunidos en la ciudad de México un grupo de personas que quiero mucho disfrutando hombro a hombro uno de los platillos más emblemáticos de nuestro país, Los Chiles en Nogada. Una combinación de sabores que requiere de muchos días de preparativos al tener que pelar una por una las nueces de castilla y las granadas que transforman los chiles rellenos en un verdadero manjar.

Me imagino las miradas de alegría al llevar el primer tenedor a la boca, las miles de historias que incita compartir, los inevitables debates alrededor de los ingredientes de la nogada y el capeado y los innumerables recuerdos de seres queridos que ya no están que sabemos lo mucho que los disfrutaban. Todos juntos compartiendo emociones que comienzan en el paladar.

Siento mucho el no haber podido estar ahí, pero, aunque mi prueba de Covid hubiera salido negativa y hubiera volado a la ciudad de México, es una comida a la que no puedo asistir sin el sentido del gusto bien puesto y a la que estoy lista para disfrutar al máximo el próximo año.

Hoy espero con ansías el regreso de las miles de sensaciones y emociones que provocan mis papilas gustativas. Me emociona saber cuál será ese primer ingrediente que disfrutaré ahora sí completo, con toda su materia y toda su forma. Mientras tanto seguiré recurriendo a la memoria como mi mejor compañera durante estos días desabridos.